LA INTIMIDAD

Llevo un tiempo pensando en torno a la intimidad. No tanto entendida como un bien privado, sino como vínculo. Me explico. Habitualmente pensamos en la intimidad como privacidad, como un bien propio a proteger de la vulneración externa, y no tanto como un manera de entrar en relación. De este modo, en el espacio público hablamos de la privacidad en internet, y de lo delictivo de compartir material privado de otras personas sin su consentimiento, de la extimidad… desde la ley, la seguridad… se perimetra como un bien a custodiar, obviando otros aspectos.

No me interesa centrar el foco sobre la privacidad. Me interesa pensar la intimidad como algo colectivo, no como algo privado.

Así pues, me planteo explorar nuestros modos de entrar en intimidad, y hasta qué punto nuestra capacidad de salir al encuentro de lo que no soy-yo, está relacionada con el malestar contemporáneo.

En este sentido… está en crisis la intimidad? El manejo de la comunicación a través de las redes sociales, el impacto social de la pandemia, la disolución de los vínculos comunitarios de referencia… ¿han licuado también nuestra capacidad de intimar?

Existen dos formas de mirar la intimidad. Una nos habla de la intimidad como un espacio propio, alejado del mundo. Una visión que conecta con el arquetipo del monje, que habita el retiro del mundo.

Desde esta mirada, la intimidad es el yo que se sabe a sí mismo. Es la consciencia replegada sobre sí.

No emerge del contacto con uno mismo, sino que es la consciencia del despliegue del propio sí mismo.

No es un espacio donde contactar, es el propio contacto sobre sí y sobre el otro.

No contacto con mi propia intimidad, contacto el mundo a través de ella, y de este modo, atravieso mi experiencia de estar-en-el-mundo para construir un espacio de intimidad con el otro.

La intimidad implica un ensimismamiento en relación al mundo, implica una cierta retroflexión, una vuelta de la excitación sobre el sí mismo. Es por eso que no puede pensarse sin la corporalidad: La intimidad necesita un cuerpo en que sostenerse.

Otra mirada, es la de la relación íntima, que nos remite al mundo de los afectos, de salir al mundo, hacia el Otro. Conecta con nuestra sexualidad, con el vínculo, con la apertura a la novedad.

La intimidad como un camino hacia la otredad, como una co-construcción de un espacio de intimidad con otro, que integra y supera la palabra, que remite a una suerte de alquimia mutua.

Es un momento en la densidad de la atmósfera que va desplegando una relación yo/tú, cuando  se convierte en un nosotros.

No puede existir una intimidad con el otro, sino existe antes con respecto a uno mismo. Si ésta no se ha dado previamente, existe el riesgo de perderse en el otro, y de que aparezca el sufrimiento.

Hay un aprendizaje previo necesario para su co-construcción, que nos habla de la intimidad de la que partimos, de la intimidad familiar de la que deviene nuestro yo.

Cuando dos esferas íntimas se unen, no se juntan ellas dos solas, sino toda una constelación de relaciones, presencias y circunstancias  que yacen ahí como potencias. Un espacio donde se pierde el sentido de la propiedad, ya que pertenece a un espacio intermedio: la intimidad es de la situación, del intersticio entre un tú y un yo.

La conversación en el espacio público se ha convertido en un simulacro. Se establece una comunicación para el espectador, una conversación mediatizada por el espectáculo. Es el personaje, la identidad que queremos mostrar y que a la vez configura nuestro estar en el mundo la que se despliega.

Tal y como nos advertía Guy Debord en La sociedad del espectáculo: «Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación«, de modo que nuestra vida social puede entenderse como “la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer”.

Hemos convertido la capacidad de intimar, en intimidación. Existe una violencia implícita en esta comunicación enmascarada: la máscara intimida.

De este modo, la máscara, el alter-ego, el nick[1]genera un ocultamiento, y una impunidad que no  permiten ver al otro, de modo que la máscara que de algún modo protege y preserva  nuestra identidad, nos separa del Otro.

Por un lado, la vergüenza supone una grieta en la intimidad, pero es la ruptura del límite, la que genera la intimidación, que violenta el espacio. El momento en que se pierde al otro, en el momento en que no le vemos, supone la intimidación, y surge la violencia.

A partir de esa violencia, surge la polarización en el espacio público, el acoso en las redes, la cancelación de la otredad.

La intimidación, como la violencia en que termina convertida la intimidad, sería esa crisis de la intimidad que estamos viviendo, y que de alguna forma, resquebraja nuestra capacidad de estar-con-el-otro, que es, bajo mi punto de vista, nuestro principal malestar contemporáneo.

«Quien pierde la intimidad lo pierde todo», escribe Milan Kundera en La insoportable levedad del ser. Cuando la intimidad está en juego, no solo está en juego la identidad, sino también nuestra capacidad de vivir en común.


[1] es muy llamativo que el apelativo nick, que es el nombre que una persona usa en internet, signifique a su vez corte, muesca en inglés)

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